La narrativa venezolana actual goza de buena salud. Ha sabido continuar con las búsquedas temáticas y estilísticas que ya trazaban los narradores de las anteriores décadas, superando ciertos extravíos que, tal vez por una excesiva búsqueda de innovación, habían alejado al lector promedio, y ha mantenido un interés por el gusto de contar historias, por encima de determinadas extravagancias formales. El país, bien sea el que hubo, el que hay o podría haber, es uno de sus grandes temas, superando ciertos complejos que impulsaban a algunos escritores a volcarse sobre el cultivo de estéticas y éticas foráneas. El país que respira y jadea en la provincia, el que grita o inhala en los laberintos de las urbes; el de las pequeñas historias del día a día o el de los grandes acontecimientos que trascienden el ahora; el de los tumultos violentos o el de las secretas intrigas cotidianas. El país, en resumen, que es una forma concreta de ser humanos. El país que, a veces, es una ciudad, Caracas, suma de diversidades, conjunción de clases sociales, de migraciones internas o extranjeras, historias e historietas individuales y masivas, relaciones íntimas, evocaciones familiares y sacudones, periferia y marginalidad, no solo socioeconómica, ascensos y descensos a punta de operaciones financieras lícitas o no tanto. Esa Caracas novelada por Ana Teresa Torres, Francisco Massiani, Carlos Noguera y Eduardo Liendo, entre otros. Es en esta ciudad, plena de recovecos, donde Álvaro y Cleopatra, los personajes dibujados por José Negrón Valera, logran hacerse de un apartamento, mejor dicho, de un lujoso loft –gracias a un golpe de la divina gracia en la forma del Ministerio de la Vivienda, que subsanó una de tantas estafas inmobiliarias–, para luego pasar a concentrarse en su nueva obsesión, llamada “Cleopatra Carter quiere irse del país”.
Enmarcada en lo que se pudiera llamar ya una tradición, un oficio, un modo de hacer, Un loft para Cleopatra es una novela fundamentada en el placer de escribir una historia sin subterfugios, en la cual el lector de estos comienzos del siglo xxi pueda reconocerse. Los personajes que hacen vida en sus páginas, las calles que estos recorren, las palabras que hablan y los platos que comen los convierten en seres, lugares y situaciones con las cuales hemos tropezado e incluso convivido. Esta conexión directa con quien recorre sus páginas en la búsqueda de relatos donde verse a sí mismo emparenta la obra con mucha de la narrativa joven que se edifica actualmente en el país, y sobre la cual escribiera Luis Barrera Linares, en el prólogo de la antología de cuentos De la urbe para el orbe, preparada por Ana Teresa Torres y Héctor Torres:
Lo que sí es común a todos y todas es el desenfado con que asume cada cual la relación de su historia: aquí no hay tapujos, ni pudores, ni posiciones rebuscadas, ni facilismos eruditos ni posturas éticas prefabricadas. Ni tampoco preocupaciones telúricas o complejos hacia lo local. Como tampoco aversión hacia lo foráneo. Hay, sí, la manifiesta intención de sintonizar y encantar a los lectores y lectoras a fin de cautivar y mantener su atención.
Esta reivindicación de lo local, de lo que Charles Bukowski llamaría Los cuentos de la locura ordinaria, como estrategia para establecer empatía con el lector, es la materia prima con la que este joven escritor y antropólogo, nacido en Trujillo a comienzos de los años ochenta, erige su primera novela, en la cual narra los últimos intentos de mantener un matrimonio que “era el desecho que deja la costumbre al pasar demasiadas veces por los mismos cuerpos”. Una pareja dispareja que alcanza a vivir un largo año en una de las zonas más exclusivas de una Caracas que se oculta a los ojos del vulgo, recurso que permite que los pobres mortales atisbemos el día a día de la clase acomodada, lleno de lujos y caprichos estrafalarios. Este cambio de residencia, producto fortuito de la decisión gubernamental de “condonarles la deuda y entregarles los apartamentos, solo para demostrar ‘la maldad intrínseca del empresariado venezolano’ ”, especie de deus ex machina que permitió al protagonista pasar “de esclavo perpetuo de la deuda a flamante dueño de un apartamento de cuatrocientos metros cuadrados en ‘la sucursal del cielo’ ”, hará más evidente la crisis soterrada, no solo de la pareja sino de todo un conglomerado social que nunca se siente satisfecho, pues su sueño es vivir el inefable american way of life. Únicamente el exilio voluntario podría remediar esa insaciable añoranza de “tranquilidad y orden” que, según el imaginario que les es común, solo hallarán al llegar “al hemisferio norte”. Búsqueda inútil “porque son ellos la causa de su propio horror”.
Es este contexto histórico y social en el cual se desarrolla la novela el elemento que Negrón Valera utiliza para crear sintonía con el lector. Las aventuras y desventuras de una pareja de clase media que es la representación, a modo de símbolo, casi de parodia, de una sociedad dividida entre dos paradigmas, dos modos de verse a sí misma y al país. Por una parte, Álvaro –Alvarito, según el nombre que se da a sí mismo en su buzón de mensajes telefónicos–, cuya voz sirve de hilo conductor de la historia, narra en una progresión lineal del tiempo todas sus vivencias desde que su esposa decidió, prácticamente sin consultarle, dar el gran salto hacia el este del este de Caracas y escapar al encuentro de sus pretendidos iguales quienes, según ella sueña, la esperan con los brazos abiertos en el frío canadiense. Es el relato de una de las tantas familias clase media que hace malabarismos financieros para subir de estatus, para aprovechar “las últimas ofertas o unas buenas ‘oportunidades de inversión’, su eufemismo preferido para decir: ‘Álvaro, vamos a tener que partirnos el culo durante veinte años, pero no importa, tendremos lo que deseamos’ ”.
Es Álvaro el interlocutor que utiliza el recurso de la apelación directa a los lectores, incorporándolos a la trama a través de un lenguaje campechano y coloquial, para dinamizar el tránsito narrativo:
—Solo imagínate a Carlota. –Carlota es el nombre que llevará nuestra futura hija, a la que apela para manipularme cuando presiente que voy a negarme con un argumento financiero a alguno de sus deseos–: Piensa en Lucas corriendo por el jardín –Lucas es el nombre de nuestro perro imaginario, al que siempre recurre para… bueno… ya saben qué.
El desenfado con el cual el autor incorpora el lenguaje coloquial está plenamente justificado por cuanto Álvaro, descendiente de españoles pobres, es un muchacho que no niega sus orígenes, se conecta afectivamente con sus trabajadores, provenientes de las barriadas caraqueñas, y conserva una natural desconfianza hacia los magos de las finanzas que “nos endulzan con café y galletas hasta que nos agarran por las bolas”. Es así como valida el manejo de la ironía para retratar a unos seres truculentos y denunciar la capacidad depredadora del dinero:
Para ser honesto, no tenía la menor idea de que la ciudad se extendía tanto al este. Ignoraba por completo que la conjunción entre ingeniería e intereses financieros había logrado colonizar en tan poco tiempo la inmensa masa vegetal que en los mapas de las estaciones del Metro figuran como zonas protegidas.
Por otra parte, al ser Álvaro un joven inmerso en un mundo globalizado, en la novela abundan las referencias a la contemporaneidad y al mundo tecnológico: “Mentalmente programo mi cerebro como si se tratara de una página web y pongo la opción ‘ordenar de lo más barato a lo más caro’ ”; “me gusta pensar mientras juego Play Station y puedo meditar sobre los desafíos de la monogamia y la crisis del hombre actual”. Álvaro es un ser un tanto frágil e incluso inocente, que arrastra las convenciones morales de sus ancestros, por lo cual se llena de dudas y culpas a la hora de plantearse una aventura extramatrimonial, a pesar de que está consciente de la frialdad y de la capacidad manipuladora de su esposa: “Me manipulaba –de verdad que lo sabía–; sin embargo, algo se activaba dentro de mí y no podía negarlo, un medio dolor en el hígado que parecía más bien una reacción alérgica a sus lágrimas, a su desdicha”. Hay algo de impulso autodestructivo en ese deseo irracional de mantener una relación que naufraga y de llevar una vida que está por encima de su capacidad financiera: “Fue la primera vez en la vida, aunque no la última, en que me sentí un poco muerto”.
Siguiendo la técnica básica de los clásicos europeos consistente en abrir la ficción con una frase que sintetice el resto de la novela, y en concordancia con lo que señala García Márquez sobre la importancia de las líneas con las que inicia su camino una narración, Álvaro inicia Un loft para Cleopatra presentando al personaje clave de la historia: “Son dos los motivos por los cuales mi esposa es como es: su segundo nombre y su primer apellido. Rosa Cleopatra Carter Becerra, así la bautizaron”. Recurrentemente se refiere a su estresante obsesión de ascenso social: “pude notar cómo la dulce ingeniera Rosa Cleopatra Carter Becerra se iba transfigurando en la aristocrática Cleopatra Carter”. Y es que su esposa, Cleo, suerte de Madame Bovary pero con final feliz y profesión liberal propia, odia su clase social de origen: “Ese apartamentucho de Caricuao; odié vivir allí…”. Su desesperado deseo de pertenecer a una clase social a la que considera superior es la energía que motoriza la narración:
… en Cleo esa disposición a asumirse o mimetizarse con la clase alta era de un automatismo preocupante. Constantemente sostenía que era muy posible que en su vida pasada hubiera sido princesa; sí: p-r-i-n-c-e-s-a, ni más ni menos. ¿Y saben con qué pruebas sustentaba su teoría? (tambores, por favor): con que, a pesar de haber nacido en Venezuela y de haber pasado parte de su vida viviendo en la UD3 de Caricuao –no le comenten jamás que lo dije–, ella sentía una predilección irrefrenable por los sabores exóticos como el kiwi, los dátiles y el azafrán. No me jodas…
Atrapado entre las convenciones sociales y un amor idealizado, Álvaro debe sufrir en silencio los complejos de una esposa desclasada: “No había nada que indignara más a Cleo que la trataran como a una pobretona”. Son tan fuertes estas ínfulas aristocráticas que Álvaro se siente inferior ante ella, por lo que finalmente acepta que no está a su altura y se resigna a la posibilidad de perderla: “Puede que me sintiese mal porque siempre creí que ella merecía alguien mejor que yo”.
El contrapunto entre las aspiraciones de Cleo, sus sueños de grandeza y la ordinariez del protagonista: “me hizo tragar un servicio carisísimo de caviar y tuve que confesarle, con toda la sinceridad del caso, que esa vaina no le ganaba a las huevas de lisa de Carúpano. Por supuesto, me odió”, que no es más que la contradicción entre dos extremos de una misma clase social: “Entonces sale, no mi esposa Cleo, sino la infanta Cleopatra, a enarbolar toda la vergüenza que siente porque no soy más que un técnico superior en contabilidad y dueño de una franquicia de comida rápida…”. Se transforma en el hilo estructurador de esta suerte de novela de costumbres contemporánea y urbana, cuyo epicentro es el elemento económico y la lucha de clases, expresada con sorna:
… la autopista fue alejándonos de los apartamentos de la clase trabajadora con algún ahorro en dólares y nos internó en el territorio desconocido e inhóspito de las residencias chic de aquellos que conforman la clase para quienes trabajan los que tienen algún ahorro en dólares.
El hábil uso del lenguaje para indicar la pertenencia social y los niveles de alienación de los personajes es una de las fortalezas de esta novela. Con respecto a esto, encontramos que el protagonista-narrador se burla del barniz con que se cubren quienes consideran que al incorporar extranjerismos ascienden de categoría: “metía una que otra palabra francesa (el muy pendejo) para describir algún detalle del condominio, perdón, del loooooooft…”. Resulta llamativo el contraste hilarante que crea el autor al yuxtaponer diversos modos de hablar, como por ejemplo el dialecto maracucho de uno de los personajes que –mediante un premio gordo de la lotería mayamera– logra infiltrarse en ese universo de acomplejados. Y, por supuesto, como ya se ha señalado, Álvaro recoge diversos niveles del lenguaje para significar su desenvolvimiento en distintos contextos sociales, tanto cuando se relaciona con sus vecinos del loft como con sus trabajadores, con quienes, obviamente, se siente más relajado y franco. De esta manera, el texto de Negrón Valera se nos presenta como un compendio de los diversos modos del ser caraqueño, un registro sociológico de los ocurrentes usos que hacen los habitantes del antiguo valle de los toromaymas del idioma que trajeron los conquistadores, de acuerdo a su nivel económico y educativo, así como de sus diversas visiones del mundo.
En suma, Un loft para Cleopatra es un excelente ejercicio narrativo que, siendo una ópera prima, promete un autor con un buen manejo de las tramas, del ritmo y de los personajes para enganchar al lector, sobre todo aportando un innovador y necesario punto de vista sobre el tejido de una sociedad como la venezolana, en la que las clases sociales se entrecruzan, se empatan y se aparean mucho más que en otras naciones latinoamericanas. Con una espontánea y fresca forma de narrar, José Negrón Valera surge con una voz propia dentro del panorama de nuestra literatura, asumiendo el humor y cierto desparpajo no desprovisto de ternura hacia sus personajes, como escafandra para profundizar en las estructuras, costumbres y posturas ideológicas de un país que le entra al siglo XXI en plena efervescencia. Con su novela demuestra que el este del este en realidad no está tan lejos de Caracas como algunos quisieran.
Fuente: Oswaldo González - FEPR
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